Se cumplía el primer aniversario
de la muerte de nuestra hija y decidimos mitigar el dolor con un domingo de
playa. Mi mujer, sentada junto a la orilla, evocaba su recuerdo con la mirada
perdida en el océano, parecía impaciente, como si quisiera que las olas le diesen
una explicación. Oculto tras mis gafas de sol observé como se aferraba con
fuerza a los reposabrazos de su silla, y con las lágrimas a punto de
derramarse, recordó sus últimas palabras el día que la encontró agonizando en la
bañera. “Asómate a mi mar”, dijo que le balbuceó mientras trataba de marcar el
teléfono de la ambulancia. Me miró, y al ver mi impasibilidad, volvió a ahogar
su impotencia en el horizonte. Entonces caí en la cuenta. Esperé pacientemente
a que terminase el día, el viaje de vuelta al pueblo y a que mi esposa se fuese
a dormir, para sigiloso, subir a la habitación de la niña. Aliviado al ver que
todo seguía igual desde el día del suicidio, me dirigí hacia su mar, sobre la
cómoda descansaba el acuario que le regalé cuando cumplió ocho años, lo
arrastré a un lado, y como un cofre que descubre su tesoro se presentó ante mí
aquel cuadernillo de color negro. Bajé a la oscuridad del patio trasero, y a la
luz del mechero, me recreé en su inocencia “No quiero que papá siga haciéndome
regalos…”, y una a una fui arrancando cada hoja asegurándome que quedaban bien
calcinadas sobre la llama.
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