viernes, 30 de diciembre de 2016

El precio de vivir

No recordaba la ruta, ni el sentido, ni el número de línea. Aquella frase escrita sobre el respaldo del asiento del autobús no dejaba de reconcomerle. Nunca había reparado en esos mensajes urbanos que aparecen en el sitio más inesperado. Habitualmente cuando leía algo escrito en la calle solía ser algo soez o de mal gusto, en baños públicos, vías de tren o en cualquier recoveco de un parque, pero aquel tuit callejero había logrado hacerle reflexionar y no dejaba de martirizarle.

Pascual llevaba varios días tambaleándose, sin encontrar una dirección, recuperándose aún del varapalo cuando lo despidieron de la redacción. Atrás quedaron los días llenos de ilusión con los que acudía a la oficina, la plaza de becario tan solo sería el duro comienzo para una carrera llena de éxitos. Sus ilusiones por pertenecer a la plantilla, y porque no, lograr publicar algún que otro artículo, se difuminaron hace menos de un mes. Internet, crisis o exceso de personal  fueron algunas de las respuestas que le dieron, pero Pascual sabía sobradamente que contratar a un becario costaba cuatro duros y hacerle un contrato a él costaba seis, el ejemplo perfecto para darse cuenta que una persona es un triste número.

Algo más de una semana  llevaba cogiendo el autobús en dirección al centro comercial – Tienes que conducir este cochecito e ir limpiando todo el edificio – le había dicho su supervisor – Cuando termines también tienes que encargarte de los baños –. Pagar el alquiler de la habitación y cubrir las necesidades básicas, sumado a lo poco que había ahorrado en los casi dos años de becario, le concedía una tranquilidad relativa a la espera de encontrar algo acorde a su grado de periodismo, pero cuándo.

Volver a casa no era una opción, allí lo recibirían con los brazos abiertos, pero tendría que ponerse a trabajar en el negocio familiar, y eso precisamente, era lo que le había hecho marchar, eso y la necesidad de tener algo que decir, algo que contar, Pascual sentía el deber de ser escuchado.

Ese tuit callejero le tenía consumido, «¿Cuánto sueldo te está costando tu vida?» rezaba. Verse en un cochecito de limpieza. Recorrer el centro comercial de punta a punta como un espectro. Ignorado. Trasparente a los ojos de todos. Le estaba costando la vida. No era precisamente el camino para hacerse escuchar. Observaba a la gente desde su pedestal, y cada día más, aquello le parecía un espectáculo desolador. Bullicios, estrés, carreras, comilonas, la gente se había vuelto loca.

Su ubicación le permitía pasar totalmente desapercibido, era una divinidad, invisible, observando y escuchando lo que le placía. Dos mujeres discutían qué pescado poner para la cena de Navidad, si Mero o Besugo, el precio era lo de menos, el impacto a la hora de la cena, lo que más. Un matrimonio mostraba sus desavenencias cargando un carro repleto de juguetes – Es igual, le compramos los dos y uno para Santa y otro para Reyes- le decía ella a él sin reparar que un niño de 6 años los observaba lleno de dudas. Chicas y chicos cargados de alforjas  cuyo contenido estaba destinado inexorablemente al  rincón de un armario cualquiera. Devoradores de tecnología ávidos por adquirir la última novedad, desdeñando todo su alrededor y condenados al destierro social. Restaurantes abarrotados repartiendo comida insalubre para comensales locos por saciar la desesperación. Caos.

El comportamiento de la fauna no sólo provocaba rechazo en Pascual, le encantaría gritarles, decirles, abofetearles o zarandearles, pero la resignación se había apoderado de él, tan sólo le quedaba ese tuit callejero, esa pequeña pregunta que llevaba varios días planteándose. Recordó a un emperador romano, uno que habló sobre el valor y la necesidad de sentir miedo, sentir miedo para poder ser valiente. Llegaba su parada. «Me está costando la vida» se decía. Se dirigió a la entrada de personal. El corazón le latía acelerado. Entró en el baño que durante los últimos días se había encargado de limpiar. Resopló y se reafirmó a sí mismo. Sacó su arma de la mochila y echó el pestillo.

Pascual tenía algo que decir, con el rotulador rojo que acababa de sacar de la mochila, en la parte interior de la puerta del retrete dejó su tuit, deseoso que a alguien le sirviese tanto como a él, en una esquina de la puerta, con una letra relativamente pequeña para que perdurase el mayor tiempo posible escribió, «es absurdo no parar de consumir y acumular para seguir estando siempre insatisfechos». Con la satisfacción de haber aportado su granito de arena y devuelto el favor, salió, pisó la calle y sonrió. Un golpe de tranquilidad lo embriagó. Sentía que la angustia cesaba y las ganas emergían. Acababa de reencontrarse, empezaba a ser valiente.