domingo, 6 de agosto de 2017

Sorda y ciega

     Se cumplía el primer aniversario de la muerte de nuestra hija y decidimos mitigar el dolor con un domingo de playa. Mi mujer, sentada junto a la orilla, evocaba su recuerdo con la mirada perdida en el océano, parecía impaciente, como si quisiera que las olas le diesen una explicación. Oculto tras mis gafas de sol observé como se aferraba con fuerza a los reposabrazos de su silla, y con las lágrimas a punto de derramarse, recordó sus últimas palabras el día que la encontró agonizando en la bañera. “Asómate a mi mar”, dijo que le balbuceó mientras trataba de marcar el teléfono de la ambulancia. Me miró, y al ver mi impasibilidad, volvió a ahogar su impotencia en el horizonte. Entonces caí en la cuenta. Esperé pacientemente a que terminase el día, el viaje de vuelta al pueblo y a que mi esposa se fuese a dormir, para sigiloso, subir a la habitación de la niña. Aliviado al ver que todo seguía igual desde el día del suicidio, me dirigí hacia su mar, sobre la cómoda descansaba el acuario que le regalé cuando cumplió ocho años, lo arrastré a un lado, y como un cofre que descubre su tesoro se presentó ante mí aquel cuadernillo de color negro. Bajé a la oscuridad del patio trasero, y a la luz del mechero, me recreé en su inocencia “No quiero que papá siga haciéndome regalos…”, y una a una fui arrancando cada hoja asegurándome que quedaban bien calcinadas sobre la llama.

domingo, 2 de julio de 2017

La matrona

Cada noche, acurrucado en el fondo del ropero fantaseo con que mi madre, al volver del hospital, me dé el último tirón y me ayude a salir del armario, el clásico alumbramiento gay con dificultades. De esa manera, no le reprocharía su cinismo cuando se congratula de lo bien que hace su trabajo, de lo gratificante que es ver la mirada de orgullo de una madre, de oír el grito de liberación de un niño o de presenciar el momento en que madre e hijo se conocen por primera vez.

domingo, 23 de abril de 2017

El sueño americano

Connor es un extraordinario vendedor de viviendas del estado de California, quizás el mejor. Por eso nadie entiende que le duren tan poco los trabajos. Vende como rosquillas los pisos, casas y áticos que le asignan, pero tras una semana en la que bate todos los records de ventas, se petrifica en su escritorio y espera pacientemente la orden de despido. Tras ello, recoge sus pertenencias y las coloca en una caja de cartón: una pelota de beisbol, que conserva como recuerdo de su primera cita en el Yankee Stadium; un retrato, con la foto de Karen y el marco deslucido por el paso de los años; y un libro, un vestigio del pasado que se ha convertido en su bien más preciado.
Como tantas veces, cargado de toda la melancolía que ha sido capaz de acumular, se dirige al aparcamiento, y al volante de su viejo Cadillac, deja que sea la carretera la que dicte su destino. Acaba en un remoto lugar, lejos de todo, donde nadie pueda interrumpirle, sin ruido, aislado, en una tranquila arboleda o en las cercanías de cualquier playa poco transitada; incluso en algún camino de tierra en la montaña. No importa, solo necesita estar solo, con su libro. Allí, en compañía de su caja de cartón como único testigo, acaricia suavemente la cubierta del libro con la palma de la mano. Espera que no le falle; que cada página que pase se vaya convirtiendo en una fina losa que sepulte sus recuerdos. Y como si de una larga cuenta atrás se tratara, descubre la tapa y lee.
Prólogo... (la botella de whisky a la que lleva meses encadenado se va diluyendo en su memoria);
25... (la imagen del revólver que guarda en el cajón y con el que cada día se plantea poner fin a su pesadilla, se borra de sus recuerdos);
109... (el abrazo con el que se derrumbó en sus brazos la madre de Karen tras las primeras paladas de arena, cae en el olvido);
152... (poco a poco, el olor a hospital que tiene incrustado en sus fosas nasales se va evaporando);
219... (el diagnóstico del oncólogo después de las primeras pruebas deja de retumbar en su cabeza);
         344. De repente, unas uñas repiquetean contra el cristal de la ventanilla de su viejo Cadillac. Interrumpe su concentración, y al girarse, una sonrisa resplandeciente le hace señas para que mueva el coche, es Karen otra vez, en Nueva York, y por un instante, vuelve a ser el día que se conocieron. 

El barco de papel

           Embarcada en su libro favorito va capeando el temporal, por más que su madre sea un mar de lágrimas y su padre se pase el día soplando.

viernes, 14 de abril de 2017

Órbil el ogro

– He devorado el libro – dijo el ogro quitándose los anteojos. Y tras un estruendoso regüeldo se recostó en el butacón a digerir la lectura.

domingo, 12 de marzo de 2017

Equidades

          Su madre echaba humo. Danzaba como loca poniendo el grito en el cielo. Tormenta. Así que me ofrecí dócilmente. Sé que los niños son una carga, coadyuvé y me los llevé de paseo. Hacía calor. Me tiraban del pelo, de las orejas, patadas. Mucho calor. Solo los perdí de vista un segundo, ¡solo un segundo! Los busqué afanado. Convulsé. ¡Perdidos!, bufé. Un forastero me señaló un zarzal. Me comían las moscas. Rastreé. Y los encontré haciendo el indio. No los pateé. Preví traumas. Pero me tocaron los huevos... Así que me encabrité y me quité de encima a Espíritu de la Tormenta y a Flor de la Pradera, estaba deslomado y me fui en busca del abrevadero más cercano. Tras un largo trago reflexioné sobre la conciliación familiar en nuestra sociedad y la igualdad de la mujer. Y me pregunté cómo hacía para tener el tipi siempre impoluto, las prendas de cuero remendadas, salados los bisontes, las plumas relucientes, las trenzas de los niños impecables, incluso muchas mañanas salía de caza por su cuenta. Ahora cada tarde paso al paso a por los niños, incluso cuando está nublado.

viernes, 10 de marzo de 2017

Reputada

          «Parto de su mano y abandono mi esquina. Me manosea. Prudencia. Está gordo. Pesa y me monta sin vacilar. No puedo decaer, ahora no, a mitad de esfuerzo no. Aguanto el empellón. Dejo que dé rienda suelta a su imaginación, no tiene límites, su mente viaja muy lejos de la mía. Soy dura. Me dejo llevar. Disimulo impasible el asco que me produce su sudor mientras cada gota se desliza por mi cuerpo. Escupe. No le gusta usar protección y no puedo evitarlo, le obligaría en igualdad de condiciones. El hedor de la calle me acompaña en cada envite. Sucia. Encadeno recuerdos repetidos para no perder la cadencia. Ritmo. Y de repente un golpe, no lo vi venir, no lo esperaba. Rompo. Hay sangre, dolor. Eclipso... Y despierto. Sin dientes, con los pedales y los puños destrozados, y una chica colocándome una horquilla mientras dice lo guapa que estoy quedando»