El codo de Ada golpeó la copa de vino y el mantel improvisado para la
ocasión se tiñó de rojo, las cinco rompieron en una sonora carcajada mientras
intentaban evitar que platos, cubiertos y servilletas se vieran anegados. Era
la mejor velada que habían disfrutado en mucho tiempo, cada una de ellas había
improvisado algo típico de su país buscando un recuerdo que les transportase,
aunque fuese por un momento, a aquel sitio lejano donde habían crecido y que
tanto añoraban.
– Cuando era niña siempre volvíamos al pueblo,
es costumbre en mi país que el máximo número de familiares se reúnan para las
fiestas. Llenábamos la casa de farolillos– la cara de Xiu se iluminaba recordando. –
Limpiábamos la casa a conciencia para recibir el año nuevo, comíamos pescado
símbolo de la prosperidad y pasteles de arroz para que la vida fuese mejor– «A lo mejor si hubiese comido más arroz…». Xiu sonrió
con amargura mientras se llevaba un pastelito de miel a la boca.
Irina
les describió con todo detalle la celebración de la navidad en su pequeña
ciudad cerca de San Petersburgo, lo mucho que le gustaba patinar cuando era
niña y como se pasaba los días sobre el hielo, saltando, girando y haciendo
carreras. Cerró los ojos fantaseando con aquel frio glaciar, hinchió los
pulmones imaginando que estaba allí, pero solo consiguió emitir un suspiro melancólico.
–
¡Por lo menos tenemos vodka! – dijo Ada.
Irina
alzó el vaso de chupito y farfulló algo en su idioma, ninguna supo decir si era
algo bueno o malo mientras levantaban sus copas para brindar.
El
efecto del hachís que el primo de Shiri le había enviado había superado las
expectativas. La estancia se había inundado de humo y alegría, pero cuando
Shiri pidió silencio tapándose la boca tratando de que nada saliera de la misma,
todo se desbordó. –Shhhhh… – trató de decir mientras un trocito de carne salía
disparado aterrizando en la copa de Gabriela.
–
Mira, cordero del tío de Shiri, el que le robaron el día de la Fiesta del
cordero, parece que todavía está vivo – dijo Ada haciendo esfuerzos por
contener la risa.
– Estoy
pensando en enviárselo a mi gente, de aquí sale carne para la mitad de mi familia,
¡serás cerda tía! - Gabriela cogió el
trozo de carne, lo envolvió en una servilleta de papel y con un bolígrafo
escribió «Avenida de Pichincha nº 192,
Medellín, Colombia» –Listo, ¡se van a poner de contentos!, seguro que estarán
orgullosos de mí, ¡jajajajaja! –. Se levantó torpemente y dándole la espalda a
las demás lanzó el paquete igual que una novia recién casada tira el ramo a sus
amigas.
¡Vivan
los novios! – gritó Irina.
Todas
se abalanzaron a por el pequeño paquete, como si el alcanzarlo fuese la panacea
para terminar con aquella pesadilla. Tiradas en el suelo, amontonadas,
compañeras, cómplices y amigas, disfrutaron de ese improvisado abrazo múltiple,
el que todas buscaban y anhelaban.
Valentín
esperaba al pié de la escalera, desde allí oía las risas y sonreía fugazmente a
la espera de tener que encargarse de romper aquel jolgorio.
Todas
habían narrado algún recuerdo bello de su infancia, quizás porque de los malos
ya no se acordaban, o no querían acordarse. Ada había sido la única que no dijo
nada, ninguna preguntó. Quizás la guerra en el Congo, las violaciones o ver tan
cerca la muerte, no le permitían encontrar en sus recuerdos ninguna pequeña luz
con la que iluminar aquella reunión.
–¡Chicas!,
¡vamos!, ¡es hora ya! – la voz de Valentín irrumpió en la habitación
petrificando y silenciando a las cinco.
Se
cruzaron miradas cómplices, se retocaron los uniformes de seducción y pertrechadas
con sus perfumes de guerra comenzaron a bajar. Xiu acarició el cogote de Ada, y
mientras cerraba los ojos, un halo de luz le vino a la memoria y recordó,
recordó a mama, su olor, su rostro, y sobretodo recordó como los ágiles dedos
de su madre trenzaban sus cabellos.