domingo, 6 de agosto de 2017

Sorda y ciega

     Se cumplía el primer aniversario de la muerte de nuestra hija y decidimos mitigar el dolor con un domingo de playa. Mi mujer, sentada junto a la orilla, evocaba su recuerdo con la mirada perdida en el océano, parecía impaciente, como si quisiera que las olas le diesen una explicación. Oculto tras mis gafas de sol observé como se aferraba con fuerza a los reposabrazos de su silla, y con las lágrimas a punto de derramarse, recordó sus últimas palabras el día que la encontró agonizando en la bañera. “Asómate a mi mar”, dijo que le balbuceó mientras trataba de marcar el teléfono de la ambulancia. Me miró, y al ver mi impasibilidad, volvió a ahogar su impotencia en el horizonte. Entonces caí en la cuenta. Esperé pacientemente a que terminase el día, el viaje de vuelta al pueblo y a que mi esposa se fuese a dormir, para sigiloso, subir a la habitación de la niña. Aliviado al ver que todo seguía igual desde el día del suicidio, me dirigí hacia su mar, sobre la cómoda descansaba el acuario que le regalé cuando cumplió ocho años, lo arrastré a un lado, y como un cofre que descubre su tesoro se presentó ante mí aquel cuadernillo de color negro. Bajé a la oscuridad del patio trasero, y a la luz del mechero, me recreé en su inocencia “No quiero que papá siga haciéndome regalos…”, y una a una fui arrancando cada hoja asegurándome que quedaban bien calcinadas sobre la llama.

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